sábado, 25 de diciembre de 2010

(126) ILUSIONES POR UN NUEVO AÑO


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Èdouard Manet: chez le Père Lathuille (1879)

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PUCCINI. LA RONDINE, ACT II


RUGGERO (Alzando la copa y mirando a Magda)

Bevo al tuo fresco sorriso, bevo al tuo sguardo profondo, alla tua bocca che disse il mio nome!

¡Brindo por tu sonrisa fresca, brindo por tu mirada profunda y por tu boca, que pronuncia mi nombre!

MAGDA

Il mio cuore è conquiso!

¡Mi corazón está conquistado!

RUGGERO

T'ho donato il mio cuore, o mio tenero, dolce mio amore! Custodisci gelosa il mio dono perchè viva sempre in te!

Te he dado mi corazón, ¡oh tierno, dulce amor mío! ¡Cuida celosamente mi regalo para que viva siempre en ti!

MAGDA

È il mio sogno che si avvera!... Ah! se potessi sperare che questo istante non muore, che il mio rifugio saran le tue braccia, la salvezza il tuo amore, sarei troppo felice nè più altro vorrei dalla vita!... Oh! godere la gioia infinita che soltanto il tuo bacio può dar!...

¡Es mi sueño que se hace realidad!... ¡Ah, si se cumpliera que este instante no muriese, que mi refugio fueran tus brazos y tu amor mi salvación, seria tan feliz que nada más querría de la vida!... ¡Oh, gozar la alegría infinita que sólo tus besos pueden darme!...

RUGGERO

Piccola ignota t'arresta! No, questo istante non muore! A me ti porta il clamor d'una festa ch'è una festa di baci! Nè più altro domando alla vita che godere l'ebbrezza infinita che soltanto il tuo bacio può dar!

¡Calla, pequeña desconocida! ¡No, este instante no muere! ¡Te ha traído hacia mí el clamor de una fiesta de besos! ¡Y nada más pido a la vida que gozar de la alegría infinita que sólo tus besos pueden darme!

Peder Severin Kroyer: Hip, hip, Hurra! (1888)

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Un garito parisino. Un encuentro casual entre amigos. Dos seres que en el clamor de la noche se declaran su amor. Una botella de champagne, un brindis.

En este chispeante ambiente, bullicioso e íntimo a un mismo tiempo, sitúa Puccini este maravilloso concertante, auténtico himno a la vida y al amor; magnífica evocación de tantos otros brindis como durante estos días se repetirán por todo el mundo. El brindis como canto a la esperanza y a todas aquellas ilusiones que forjamos con este sencillo ritual, con este simple gesto de levantar una copa de vino.

Ilusión, qué curiosa palabra. Y es que en español, a diferencia de gran parte de los idiomas que conocemos, la misma palabra nos sirve para definir tanto la esperanza y el anhelo por algún acontecimiento querido como la falta de fundamento que esa misma esperanza encierra: la esperanza y el espejismo unidos por un mismo término.

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La ilusión y la desilusión van tan unidas que, a veces, resulta imposible diferenciarlas y, en la mayoría de las ocasiones, una es consecuencia natural de la otra. Del mismo modo que las burbujas del cava que ahora tenemos en la mano fluyen ligeras hacia la superficie las ilusiones nos empujan hacia lo más alto; como ellas nos sentimos arrastrados, ebrios de felicidad, hasta el borde mismo de la copa, aunque, una vez allí, se esfumen en la nada.

Es tan importante la fuerza de las ilusiones en nuestras vidas que, incluso mientras dormimos, viajan con nosotros, eso sí, bajo una nueva apariencia. Es entonces, en mitad de la noche, cuando, tomando la forma de los sueños, y en un prodigioso, a la vez que cruel, alarde de ilusionismo las ilusiones se dejan sentir bajo un vívido manto de realidad que sólo, tras despertar, llegarán a mostrar toda la crudeza del terrible espejismo.

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Este ilusionismo también está presente en la música de Puccini. Nadie como el maestro de Lucca es capaz de embaucar y seducir hasta el punto de hacernos sentir emociones que ya creíamos más que olvidadas; un sensual prestidigitador que tan pronto nos abre las puertas del pasado, obligándonos a revivir las ilusiones dejadas por el camino, como nos abre las del futuro por donde otras se empeñan en aparecer una y otra vez; un habilidoso druida capaz de elaborar el más emocionante de los filtros mezclando en su marmita, con infinita sabiduría, los ingredientes eternos con los que los mortales elaboramos nuestros sueños: esperanzas e ilusiones.

Sin embargo, quizá la profunda melancolía que esta música encierra, la misma que nos embarga a todos en estas últimas horas del año, guarde una estrecha relación con el secreto, no por escondido menos conocido, de que al final todas estas ilusiones nunca llegarán a materializarse; que, tras hacer nuestra apuesta en este tentador juego, todos acabaremos del mismo modo: burlados y con los bolsillos vacíos.

Pero, ¿acaso esto importa? ¿No son estos millones de ilusiones el verdadero motor del mundo? ¿No nos produce una sencilla ilusión mayor sensación de plenitud que cuando es solo, y nada más que eso, una promesa de felicidad?

Pues, entonces, ¿a qué estamos esperando? Regresemos, sin más tardar, al Bullier's y, uniendo nuestras voces a las de Magda y Ruggero, volvamos a ser los más ilusos del mundo. Arrojemos, una vez más, los dados y, alzando nuestras copas, brindemos por el nuevo año que comienza.



domingo, 12 de diciembre de 2010

(125) SEVILLA, TEATRO MAESTRANZA: LA BOHÈME (2º reparto).

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Confieso que, nada más salir a la venta las entradas para La Bohème, mi primera intención fue la de pasar. Así, a primera vista, la cosa no resultaba demasiado interesante: la Arteta, un montaje del año del catapúm.
Sin embargo, al instante recordé que, si bien no era imprescindible que yo asistiera, sí había alguien a quién no podía olvidar y que, por mi propio bien, más valdría que, en esta ocasión, no se quedara sin entrada; alguien a quién se me olvidó conseguir entradas para la Traviata, tremenda negligencia por la cual aún sigo pagando las consecuencias, y que ante la posibilidad de asistir al ensayo general como compensación ante tan imperdonable error simplemente me espetó:
- "los ensayos generales pal gato".
En fin, que ya habréis podido adivinar que a mi madre tenía que llevarla a La Bohème, sí o sí.

De esta forma, sin mucho entusiasmo por mi parte, la verdad, comencé a escuchar los primeros compases de la ópera. "Parám-pam-paaam", atacó con brío el tutti orquestal, y al instante, como por arte de magia, recordé por qué este título de Puccini no solamente es la ópera popular por excelencia sino, además, por qué es considerada una de las creaciones más geniales jamás compuestas.
Conviven en la maravillosa partitura pucciniana dos mundos bien diferenciados entre sí, opuestos y complementarios al mismo tiempo, a modo de las dos caras de una misma moneda. El primero, heredero de la rica tradición bufa italiana -y, más concretamente, del Falstaff verdiano y que tendrá su último y más genial desarrollo en el magistral Gianni Schichi-, ocupa la primera mitad del primer acto, casi todo el segundo y el inicio del acto cuarto. La otra cara viene formada por los aspectos más dramáticos, y tradicionalmente considerados más auténticamente puccinianos, como son aquellos que guardan relación con su marcado gusto por lo sentimental o su peculiar sentido de la melodía, siempre concebidos con enorme intensidad y lirismo pero, al mismo tiempo, desde la más asombrosa sencillez y facilidad.
Y lo cierto es que, tanto desde el punto de vista musical como puramente teatral, ayer, la moneda de La Bohème brilló más por su lado cómico y coral que por el lado más puramente lírico.

Como ejemplo de todo esto bastaría con centrarse en el primer acto donde toda la primera mitad funcionó a la perfección con una dirección musical realmente precisa, llena de nervio y brío, con una sinfónica sonando especialmente bien y donde el estupendo conjunto de bohemios -magníficos Marco Vinco (Colline), Manel esteve (Schaunard) y Claudio Soura (Marcello)- supo desenvolverse con gran soltura sobre el escenario estupendamente dirigidos por el pizpireto Richard Gerald Jones. Especialmente divertida resultó toda la escena entre los artistas y el casero Benoit, sin duda alguna uno de los momentos más logrados de toda la representación, y donde se demuestra, una vez más, por qué la calidad de Puccini como compositor es algo que va mucho más allá de su faceta como simple creador de hermosas melodías.

Sin embargo, tras la primera parte coral, el final del acto, así como casi todo el tercero, es de dominio exclusivo de la pareja de amantes protagonista: Mimí y Rodolfo. Y aquí es donde el asunto ya no funcionó tan bien. Aunque Carmela Remigio defendió su parte como Mimí más que satisfactoriamente, con momentos de gran musicalidad y belleza, no se puede decir lo mismo del peculiar estilo de canto de su compañero Rodolfo, el tenor Fernando Portari, que demostró un empeño más que irritante por cantar casi siempre fuera del tempo que marcaba la orquesta que, por cierto, tuvo una de sus mejores noches y donde pudimos comprobar toda la riqueza de matices de la sabia orquestación de Puccini. Para algunos sonó, a veces, demasiado fuerte. A mí, sin embargo, me hizo disfrutar enormemente de principio a fin.

De la escenografía dicen que tiene casi cuarenta años y que ha envejecido bastante mal. Bueno, sobre este asunto podríamos estar hablando días enteros aunque a mí, como primera conclusión, se me ocurre pensar que si ha conseguido aguantar el tipo durante tanto tiempo por algo será. Cuántas escenografías conocemos, cargadas de nuevas y profundas intenciones, y que, antes de que finalice la última representación, ya se muestran completamente demodé. En fin, está claro que todos hubiéramos preferido algo más novedoso y fresco pero, ay, me temo que esto es lo que tiene la crisis.
En resumen, un montaje para tiempos difíciles con un reparto que brilló más por lo equilibrado del conjunto que en sus intervenciones solistas; una representación en la que, sobre todos los aspectos, destacó la genial partitura del músico de Lucca y donde, una vez más, sucumbimos a las emociones que creíamos más escondidas y que las inmortales melodías puccinianas -¡condenado italiano!- saben cómo despertar en nuestro endurecido corazón.

Y es que como sentenció mi acompañante una vez bajado el telón y tan acertada, como siempre, en sus comentarios:
-"Puccini es Puccini".

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Nota: las fotografías aparecen por "cortesía" de Julio Rodríguez y su blog A TRAVÉS DEL CRISTAL
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