domingo, 19 de septiembre de 2010

(119) ORNITÓPERA: el canto de los pájaros en la ópera barroca


Si hiciéramos un viaje, remontándonos en el tiempo, y pudiéramos presenciar las primeras manifestaciones musicales del ser humano con toda seguridad que gran parte de éstas tendrían como principal objetivo la imitación de algunos de los sonidos que, día a día, el hombre primitivo descubría dentro de su propio entorno natural. Imaginemos por un momento la fuerte impresión que el canto de ciertas aves, con las que éstas acompañaban sus ritos de apareamiento, debía provocar en nuestros remotos antepasados. No es, por tanto, extraño que este intento de llevar estos cantos de cortejo del terreno animal al suyo propio tuviera como consecuencia inmediata la creación de las primeras experiencias musicales.

Frans Snyders (1579-1657): mochuelo y una multitud de pájaros

Esta doble influencia de la naturaleza en la creación musical, como origen y como principal fuente de inspiración, ha sido una constante desde esos remotos tiempos hasta nuestros días, si bien en occidente, la vertiginosa evolución musical así como el gran perfeccionamiento técnico, consolidarían durante estos últimos siete siglos el establecimiento de la que, con posterioridad, sería denominada "música absoluta"; música libre de toda connotación extramusical, pura y ajena a toda imitación de la naturaleza. Sin embargo, y aunque su influencia varíe sensiblemente entre unos periodos y otros, en ningún momento la "música descriptiva" llegará a desaparecer por completo conviviendo en las épocas más diversas, dentro de los estilos y géneros más dispares, en perfecta armonía.

Frans Snyders (1579-1657): concierto de aves

La primera época de oro de la música descriptiva aparece en el siglo XVII teniendo a Claudio Monteverdi como uno de sus principales responsables. Sin embargo, esta revolución expresiva que Monteverdi encabezará no tendrá como objetivo, en un principio, la plasmación de los sonidos de la naturaleza sino la más profunda y amplia representación de la naturaleza de los sentimientos humanos. Nace de esta forma el "stile concitato" (estilo agitado), como lo definió el propio Monteverdi, que encontraría en la ópera, el nuevo género nacido con el siglo, el medio idóneo para su posterior desarrollo.
A inicios del siglo XVIII la ópera se encuentra en uno de sus momentos de máximo esplendor. Los cantantes, con los famosos "castrati" a la cabeza, forman un auténtico y poderoso star-system mediante el que se conseguirá impulsar al género hasta cimas de popularidad nunca antes imaginadas. Tanta fama llegarían a alcanzar, que nombres como los de Farinelli, Senesino o Cuzzoni llegarían a hacerse más conocidos que los de los autores cuyas óperas representaban.
Sin embargo, esta obsesión por las voces y por el virtuosismo dejará en un segundo plano la importancia y calidad de los libretos haciendo de las peripecias de los protagonistas lugares comunes donde la estandarización de las arias, y de los sentimientos que éstas trataban de evocar, las podrían hacer fácilmente intercambiables entre sí sin que la trama de las historias resultara afectada por ello. Difícilmente se podrá encontrar ahora la sutileza, la profundidad y la complejidad de personajes como los que protagonizaban las obras escritas en el pasado siglo (la "Coronación de Poppea" sería un buen ejemplo de ello), donde la importancia del texto brillaba a la misma altura que la música, donde la acción discurría de forma constante y fluida, y no viéndose interrumpida cada poco por la aparición de tal o cual "aria da capo" para lucimiento del solista de turno.
De esta manera, los responsables del gran éxito alcanzado por el teatro musical en estas primeras décadas del siglo XVIII resultaban también ser los principales culpables de la decadencia en la que rápidamente cayó el género y del callejón sin salida a la que la ópera era conducida.

Frans Snyders (1579-1657): concierto de aves

A pesar de esta especie de corrupción artística que asolaba los teatros europeos durante estos años la genialidad de algunos compositores, como tantas veces ha sucedido a lo largo de la historia del arte, logró sacar el máximo de partido a todas estas convenciones superando sus limitaciones y dejando para la posteridad algunos ejemplos de maravilloso equilibrio entre el más exigente virtuosismo vocal y la más exquisita expresividad musical.

LA MÚSICA DESCRIPTIVA EN LA ÓPERA

A principios del siglo XVIII todo el continente vive un renovado interés por todo aquello que pudiera tener relación con la naturaleza. Todas las ramas del pensamiento europeo, ya fuera científico o filosófico, se verán fuertemente influenciadas por esta nueva corriente no quedando ninguna de las artes ajenas a esta influencia. Como no podía ser de otra manera, también en el terreno musical, poco tardaron los compositores en dejarse llevar por esta nueva moda plasmando todo tipo de fenómenos naturales en sus obras utilizando para ello los más variados efectos y alardes compositivos. No se puede entender todo este proceso en su totalidad sin antes comprobar el alto alto grado de desarrollo técnico al que en estos años ha llegado la técnica instrumental y la variedad, tanto en número como en timbre, de instrumentos con los que ahora se dispone en las nuevas orquestas.
Esta nueva edad de oro de la música descriptiva invadirá todos los rincones del amplio mundo de la composición, desde el concierto hasta la sonata instrumental, si bien será en el terreno de la ópera donde, por razones obvias, encontrará su mayor aceptación: las más virulentas tormentas, las brisas más apacibles o, incluso, los más violentos terremotos llegarán a tener su lugar sobre los escenarios. Y, cómo no, también el canto de los pájaros.

HAENDEL-VIVALDI-RAMEAU

La selección que hoy os traigo representa una muestra bien ilustrativa de cómo algunos compositores del barroco tardío integraron esta costumbre dentro de sus creaciones. Aunque estos tres compositores desarrollaron sus carreras en escenarios bien distintos -Londres, Venecia y París- la manera en la que todos se enfrentan al reto resulta bastante similar.
Lo primero que se necesita es un libreto en el que, por lo menos, una de las arias mencione algún tipo de pájaro. La aparición del animal, evidentemente, no debe ser gratuita y en todo momento debe estar justificada mediante una relación directa con el estado emocional que atraviese el personaje en ese instante. De esta forma podemos compadecernos de Dorinda cuando compara su dolor con el triste canto del ruiseñor (4-HAENDEL: Orlando - Act 2: Quando spieghi i tuoi tormenti); podemos extasiarnos junto a Almirena con el canto de los pájaros mientras espera a su enamorado Rinaldo (1-HAENDEL: Rinaldo - Act 1: Augelletti Che Cantate); o ,bien. podemos sentir la ansiedad de Giuditta al igual que sentimos el agitado y esforzado vuelo contra corriente de la golondrina (9-VIVALDI: Juditha Triumphans - Agitata infido flatu).
Lo segundo que necesitamos es un buen instrumentista que esté a la altura de la soprano o del castrato de turno y con el que se pueda competir en virtuosismo y en capacidad expresiva. La naturaleza de los instrumentos puede ser muy variada aunque, dada su afinidad con el timbre a imitar, tendrán prioridad el violín junto con la mayoría de los instrumentos de viento-madera, bien en su papel solista o bien en agrupaciones de más de un instrumento. De entre todos ellos podemos destacar el encantador empleo del flageolet, instrumento similar al flautín, junto a las flautas de pico en el aria de la ópera Rinaldo anteriormente citada o el virtuoso diálogo entre la flauta solista y la soprano en el aria "sweet birth" (8-HAENDEL: L'Allegro, Il Penseroso e il Moderato). Otro de los reyes de la imitación ornitológica es el violín. El aria que Julio César canta en el segundo acto de la ópera de Haendel (6-HAENDEL: Giulio Cesare - Act 2 - Se In Fiorito Ameno Prate) representa un claro ejemplo de cómo unir en una sola pieza la ópera y el concierto, con cadencia incluida, para instrumento solista. Tampoco se queda atrás en expresividad el delicado trío que forman Aricie, junto a la flauta y el violín, en el aria que canta la protagonista en la ópera de Rameau (3-RAMEAU: Hippolyte Et Aricie, "Rossignols amoureux, répondez à nos voix"). Otro de los momentos más hermoso, y sin duda el más original, lo podemos encontrar en empleo del chalumeau o salmoé, antecesor del clarinete, en la maravillosa aria en la que Giuditta se lamenta cual tórtola separada de su pareja. Fragmento realmente delicioso y que demuestra -algunos aún necesitan de esta demostración- hasta dónde podía llegar el talento compositivo de Vivaldi.
Para terminar toda esta pequeña selección nada mejor que el plácido coro de Haendel con el que finaliza la primera parte de su oratorio Salomón (12-HAENDEL: Solomon - Act 1: May No Rush Intruder). Una de las creaciones más hermosas de toda su producción y donde se muestra el dominio como orquestador alcanzado por Haendel en sus últimas creaciones.



martes, 14 de septiembre de 2010

(118) CHAIKOVSKI: EVGENI ONEGIN. Madrid, Teatro Real.


Si algo puede definir el espíritu que impregna toda esta genial composición chaikovskiana es, sin ningún género de dudas, el carácter intimista que preside la gran mayoría de las escenas que la integran. Aunque si bien es verdad que los dos fragmentos que más han colaborado a la difusión de la ópera, el vals y la polonesa, contradicen este carácter, no es menos cierto que en el resto de la partitura las escenas de gran conjunto o, simplemente, aquellas en las que pudieran aparecer más de dos personajes compartiendo el escenario son realmente escasas. La mayor parte se resuelven en espacios donde la soledad se hace patente como un personaje más (un dormitorio, un jardín, un paraje nevado); donde sólo se habla de amor y del dolor que éste produce. Respecto a este asunto las intenciones del maestro ruso no pueden ser más claras cuando define a su obra con el sobrenombre de "escenas líricas" en tres actos y siete cuadros. Intimidad y lirismo, por lo tanto, son las cualidades que hacen de esta obra un caso poco común dentro de la producción operística del último tercio del siglo XIX. Aquí no veremos grandes masas corales; nada de sesudos conflictos políticos ni históricos; nada de exóticos parajes remotos. Y es que Onegin es sencillamente eso: una obra sobre el amor, sobre el deseo y sobre la incapacidad de este deseo para ser correspondido.
La clave de toda la obra la podemos encontrar dentro del imponente dúo en el que Tatiana y Onegin, al final de la ópera, asumen con total desolación la imposibilidad de recuperar el pasado:

Akh! Schastye bilo tak vozmozhno. Tak blizko! Tak blizko!
¡Ah! Tuvimos la felicidad a nuestro alcance. ¡Tan cerca! ¡Tan cerca!

Onegin también puede ser vista como una ópera sobre el miedo a amar: el miedo de Tatiana a declarar sus sentimientos y a ser rechazada; el miedo de Evgeni a perder su libertad; el miedo de Lenski a no ser digno de Olga; el miedo -una vez más, aunque en esta ocasión al final de la obra- de Onegin a perder su última posibilidad de redención y envejecer en la más absoluta soledad; y, por último, el miedo de Tatiana a entregarse en los brazos de su antiguo amor y perder su privilegiado estatus social. La magistral orquesta de Chaikovsky, modesta y funcional, también parece querer sumarse en todo momento a este programa sonando casi siempre -ya hemos visto alguna de las excepciones- en un exquisito tono camerístico, más cercano a Mozart que a Wagner, donde las maderas juegan un papel fundamental comentando en todo momento los sentimientos más íntimos de los protagonistas.


Una vez llegados a este punto, si estamos de acuerdo en que estos elementos forman la auténtica esencia de la obra, también estaremos de acuerdo en afirmar que lo presenciado estos días en el Teatro Real demuestra a las claras que el señor Dmitri Tcherniakov, responsable de la dirección escénica de estas representaciones, no se ha enterado de nada. Frente a la intimidad de las escenas líricas Tcherniakov nos regala una constante y tortuosa saturación de añadidos, de comentarios a pie de página que en nada benefician al mejor diseño de los distintos ambientes y dramas personales. Si el lema "menos es más", tan eficaz en la mayor parte de los montajes operísticos, le viene que ni pintado a una obra como Onegin es evidente que el señor Tcherniakov demuestra estar en total desacuerdo con esta máxima. Sería conveniente recordar a nuestro director escénico que tal avalancha de información paralela, gratuita en la mayoría de los casos, ahoga la atención del espectador de tal manera que, imposibilitado éste para centrarse en la verdadera esencia del drama, le obliga a una constante divagación por todo el escenario para terminar reparando en lo más anecdótico e insustancial.
En definitiva: se trivializa el drama y se corrompen las originales intenciones del artista.



De entre todos estos elementos que contribuyen constantemente a la confusión, cuando no al más absoluto feísmo, podríamos destacar esencialmente dos. En primer lugar la utilización de una omnipresente e hipertrofiada mesa que, presente a lo largo de los tres actos, condiciona absolutamente la escena a la par que condena irremediablemente el carácter intimista al que antes hacíamos referencia. (Y ahora es cuando el bueno de Dmitri nos vendrá con el cuento de que si la mesa representa los miedos de los protagonistas que impiden su contacto físico y bla, bla, bla...)
En segundo lugar nos encontramos con una escena del duelo completamente arruinada. Y aquí es donde las preguntas se desbordan: ¿por qué el duelo no puede ser un duelo? ¿por qué se evita la escenificación del paraje nevado? ¿por qué tiene que haber una especie de plañidera haciendo muecas (uno de los momentos más bochornosos que recuerdo) mientras Lenski entona su adiós? ¿era necesario montar semejante mascarada con tantas risas forzadas y tanto gimoteo barato? Y lo que es más grave aún: ¿por qué la muerte de Lensky tiene que ser consecuencia de un accidente? ¿qué aporta este hecho al personaje de Onegin? ¿hay que rebajar la condena a Evgeni culpándole de un acto menos cruel?


Como no podía ser de otra manera la escena más sublime, aquella en la que los protagonistas vuelven a verse cara a cara, auténtica cima del género, vuelve a ser dinamitada por las constantes intervenciones y tergiversaciones en las intenciones del libreto. Aquí el cúmulo de despropósitos parece no tener fin: un Onegin ridículo, torpe, por todos ignorado y que cómicamente intenta suicidarse mientras es rechazado por una dignísima Tatiana que pasa de largo del brazo de su, no menos, digno marido. ¿A dónde fue a parar esa patética sensación de soledad que en la más absoluta intimidad sufren estos imposibles amantes? Kuda, Kuda?
Y ya que estamos entre interrogantes me gustaría preguntar al señor Vela del Campo: ¿dónde esta lo inteligente de todo este asunto? Espero que en sus próximas críticas me desvele si su condescendencia hacia con este espectáculo es más un gesto de buena voluntad hacia el recién llegado señor Mortier que un acto de vasallaje hacia su ilustre persona. El tiempo lo dirá.



Pero ya que mencionamos al flamante director artístico del Teatro Real: ¿qué pensará el señor Mortier de todo esto? Pues, creo que, al igual que ocurriera con nuestro director escénico, el director artístico tampoco parece enterarse de nada. Y como prueba de todo este desatino al que hemos llegado leo en el Babelia de este fin de semana la intención de Gerard Mortier de proponer a nuestro oscarizado gurú del cine, Pedro Almodóvar, para llevar a cabo la dirección -agárrense a sus asientos- del Falstaff verdiano. Como era de esperar Almodóvar ha respondido con prudencia alegando necesitar algún tiempo para meditar el proyecto (suponemos que para ir corriendo a consultar la Wikipedia y ver qué diablos es eso de Falstaff).
Por cierto, algunas malas lenguas me comentan que ya se ha puesto en contacto con Alberto Iglesias para que componga la música del espectáculo. No quiero ni pensar en la cara que pondrá cuando Mortier le aclare que no es necesario, que la música ya está compuesta... por un tal Verdi, creo.

*****

Como me reprochan no incluir nada sobre los aspectos musicales -yo mismo peco de lo que siempre critiqué- aquí os dejo la hecha por Fernando López Vargas-Machuca en su blog y que suscribo, prácticamente, en su totalidad:

lunes, 6 de septiembre de 2010

(117) SCHUBERT: ABENDSTERN D. 806. Anthony Rolfe Johnson

Anthony Rolfe Johnson
(5 Noviembre 1940 – 21 Julio 2010)



EL LUCERO DE LA TARDE
 
Was weilst du einsam an dem Himmel,
¿Qué haces tan solitaria en el cielo,
O schöner Stern? und bist so mild;
Siendo tan dulce, Oh, hermosa estrella?;
Warum entfernt das funkelnde Gewimmel
¿Por qué el centelleante hormigueo
Der Brüder sich von deinem Bild?
De tus hermanas se aparta de ti?
"Ich bin der Liebe treuer Stern,
“Yo soy del Amor la estrella fiel, 
Sie halten sich von Liebe fern."
Pero del Amor nada quieren saber.”


So solltest du zu ihnen gehen,
Entonces deberías ir con ellas, 
Bist du der Liebe, zaud're nicht!
¡Tú eres el Amor, no tardes!
Wer möchte denn dir widerstehen?
¿Quién se podría resistir 
Du süßes eigensinnig Licht.
A ti, dulce y  obstinada luz?
"Ich säe, schaue keinen Keim,
“Nada brota de lo que siembro, 
Und bleibe trauernd still daheim."
Y sola, en callado dolor, quedo.” 




Quizá no fuera uno de los tenores más conocidos del panorama actual. Tampoco su repertorio, integrado en su mayor parte por obras del periodo barroco, algo de Mozart y de lied y, por supuesto, Britten, facilitaba mucho su proyección mediática e internacional. Evidentemente, que yo conozca, tampoco ninguna recopilación con las obras archiconocidas del repertorio italiano, presidida por una espectacular portada donde su imagen reluciera bajo la supervisión de los mejores asesores estéticos, era posible encontrar en las grandes superficies precedida de la promoción habitual en estos casos. Nada de eso. Anthony Rolfe Johnson tan sólo era, nada más y nada menos, un buen cantante. Un músico como tan sólo los británicos saben vivir la música: con pasión pero sin levantar mucho ruido. Música que se canta al oído y en voz baja.
Junto a su voz descubrí algunas de las obras menos conocidas por mí entonces y que ahora siempre quedarán unidas a su recuerdo: el Orfeo de Monteverdi, el Idomeneo de Mozart, el oratorio Solomon de Haendel. Pero de entre todas sus grabaciones siempre guardaré un cariño especial por la recopilación de canciones de Schubert llevadas al disco por el sello Hyperion (volumen 6) en 1990 dentro del titánico proyecto del pianista Graham Johnson.
De este maravilloso registro os traigo hoy uno de mis lieder preferidos de Schubert (en gran medida por la versión que de él hace Rolfe Johnson) y que, con texto de Johan Mayhofer, fue compuesto en marzo de 1824: Abendstern, D. 806.


Sirva esta preciosa y sencilla canción como modesto homenaje al gran músico que nos acaba de abandonar.

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