martes, 20 de julio de 2010

(116) TOLSTÓI-ANNA KARÉNINA: diario de una lectura


Nada como las vacaciones para poder disfrutar de un buen libro. Y, ahora que el calor de julio aprieta con fuerza, nada mejor que un clásico del XIX para las noches de verano: Anna Karénina. Y es que no comprendo cómo, tras la gran impresión que me produjo Guerra y Paz, he podido dejar pasar tanto tiempo hasta volver de nuevo a Tolstói. Lo leído hasta ahora no me ha defraudado en absoluto, es más, estoy disfrutando tanto de la novela que a cada momento escribo a mi hermana, a quién tanto debo en cuestiones literarias y que tanto me ha insistido para que leyera esta obra, comentándole los diferentes detalles de la acción. Ahora me gustaría dejar estos comentarios en el blog para compartirlos con todos.


PRIMERA PARTE


Apenas treinta páginas leídas y ya un primer momentazo: el retrato de Stepán Oblonski. Genial su descripción como personaje frívolo, liberal y, ante todo, pragmático -para qué ir en contra de la moda- y tan seguro siempre de sí mismo. Me encanta sus conclusiones llenas de un divertido cinismo sobre la religión y los sermones del servicio:
"...y de hecho Stepán Arkádevich no podía aguantar el oficio más corto sin sentir dolor en las piernas ni podía comprender a qué venían esas palabras patéticas y enfáticas sobre el otro mundo, cuando se estaba tan bien en éste".
Una observación: ¿no resulta curioso que la obra nada más empezar lo haga con un adulterio? Y, además, creo que Stepán es hermano de Anna ¿no? Puede que sean los genes.
Con respecto a la traducción tenías razón, es tan buena que no se nota. Y me parece un gran acierto que Victor Gallego adapte el ruso a la grafía y con la acentuación propia del español. Ya era hora de que pudiéramos leer los nombres rusos sin tener que utilizar malabarismos para pronunciar las transcripciones del alemán o del inglés cuando, como por ejemplo ocurre con la J y la Ch, algunas de nuestras letras suenan igual que en el alfabeto cirílico.
Por cierto, Anna aún no ha aparecido. Creo que lo hará pronto.

*

Frente al cinismo de Oblonski la integridad e inocencia de su amigo Levin. Dos formas de entender la vida: la vanidad de la ciudad frente a la pureza del campo, todo muy tolstoiano, ¿no? Me ha encantado la tierna escena de la pista de patinaje y la conversación sobre las mujeres entre los dos "amigos" en el Ermitage (¡qué ricas las ostras!). La mujer que exige sus derechos como cónyuge y la amante que se entrega sin pedir nada a cambio me da una pista de lo que está por venir. Por cierto, que Oblonski decida ir al restaurante donde más deudas tiene para que todos crean que no trata de escaquearse es todo un detalle que define muy bien al personaje y que me descubre a un Tolstói con más sentido del humor del que pensaba. Por último, la mención de un tal Vronski como rival del enamorado Levin me hace suponer que todo esto se empieza a liar. Y Anna que sigue sin aparecer.



Aquí llega Vronski. Me sorprende la fría y escueta descripción del personaje que hace Tolstói: muy atractivo pero algo simple y superficial, ¿una reencarnación de Anatoly Kuragin? Supongo que a lo largo de la novela iremos descubriendo más sobre su personalidad. Sin embargo, el pobre de Levin cada vez gana más puntos. ¿Y Kitty? Imagino que la decisión que ha tomado le va a salir cara. Como era de esperar toda la escena "coral" en casa de los príncipes Scherbatski realmente magnífica con diálogos precisos y muy intencionados.
Pero atención, que llega un tren de San Petersburgo...y alguien se va a encontrar con alguien.


Como no podía ser de otra manera el encuentro entre Anna y Vronski no defrauda en absoluto. Estupendo cómo Tolstói describe el momento con cuatro frases sin dejar duda alguna acerca de la fuerte impresión que Anna causa en el conde (ojos grises, labios grana); algo similar a la pincelada suelta de un cuadro impresionista. Y es que, por ahora, es lo que más me sorprende de la novela: el ritmo trepidante que no aburre en ningún momento. Magnífica la llegada del tren -tan cinematográfica- a la estación. Del accidente y del mal presagio que éste provoca en Anna creo que no es necesario hablar.

Tensión y ritmo. Ritmo y tensión. Creo que son las dos palabras que mejor definen lo que he leído hasta el momento. El segundo, y fugaz, encuentro entre Anna y Vronski, simplemente electrizante y la escena del baile... Que Tolstói nos muestre el inicio de la relación amorosa, los primeros flirteos y el nacimiento de la pasión entre ambos, a través de los ojos, y de los celos, de la ingenua y despreciada Kitty, en lugar de hacerlo él directamente como narrador, me parece un detalle genial. ¡Bravo, Lev Nicoláyevich!

Alfred Stevens (1874): después del baile

La entidad que está alcanzando el personaje de Levin, a veces, me hace dudar de si no me encuentro ante el verdadero protagonista de la obra. Aunque ya sé que no es así, de lo que sí estoy completamente seguro es de la total simpatía del autor por el personaje. ¡Buen muchacho este Konstantín, si señor! De quien no se puede decir lo mismo es de su hermano Nikolai, que con su aparición me ha hecho recordar algunos de los momentos más sórdidos de Dostoievski. Esto no pinta nada bien. Pero, ¡ojo! no olvidemos a la auténtica titular de la novela. Y es que no se puede describir de una forma más trepidante el precipitado regreso de Anna a Petersburgo: todos sus desvaríos en el vagón; la tormenta de nieve; los vapores del tren... y su encuentro con Vronski. Realmente brillante. Pero, ¡qué miedo me da tanto tren! ¿Y el marido? Aquí me parece un poco cruel cómo Tolstói se ceba con él. ¿De verdad era necesario lo de las orejas?

FIN DE LA PRIMERA PARTE



SEGUNDA PARTE

El inicio de esta segunda parte me confirma lo que ya había quedado bien patente en la primera: la dignidad con la que Tolstói trata a las mujeres en la obra. Y de entre todas ellas resulta especialmente conmovedora la entereza y dignidad con las que se nos describe el personaje de Dolly. El encuentro de las dos hermanas tras la "escapada" de Vronski refleja a la perfección la terrible situación de las mujeres en el siglo XIX -¡y eso que éstas son de la clase alta!-. Y una apreciación: ¿no es curiosa la forma en que la sombra de Anna aparece revoloteando entre las desventuras de ambas hermanas? En el caso de Kitty es evidente -le acaba de robar el novio-, pero ¿y en el caso de Dolly?¿ No resultan un tanto hipócritas los consejos -que, por cierto, de tan poco han servido- dados a su cuñada?


Despiadado el retrato de la alta sociedad que hace Tosltói. Aunque, para ser sinceros, ya veo que el recurso al cotilleo y a hablar mal de los ausentes es algo intemporal y que une a todos los mortales, sea cual sea su origen. Por otra parte, capítulo a capítulo voy comprobando como el genio del escritor ruso ennoblece a cualquier personaje que sea tocado por su pluma, y en el caso del marido de Anna no podía hacerse una excepción. La descripción de sus temores, sus dudas y sus incipientes celos ante la infidelidad que Karenin ya presiente próxima me hacen ver al personaje con otros ojos, más humano. La posterior conversación con Anna -¡pobre hombre!- intentando evitar lo inevitable me parece otro de los grandes momentos de la novela
.

*

Se veía venir. La caída de Anna ya es un hecho. Tan solo dos páginas -las que forman el capítulo XI- necesita Tolstói para describir la vergüenza, la culpa y la pasión que Anna siente al consumar su relación con Vronski. Sencillamente, magnífico.

Jean Béraud (1885): tras la caída

Para no perder la costumbre, y en apenas treinta páginas, dos grandes momentos. En el primero me he quedado de piedra ante la confesión de Anna a Vronski acerca de su embarazo. Lo que podía ser -bueno, y creo que en parte lo es- un momentazo culebrón, en manos de Tolstói se convierte en un instante maravilloso lleno de fuerza y ternura, y que, por cierto, me hace intuir la tormenta que se avecina.
Pero, sin duda alguna, el fragmento que más me ha impresionado es el que describe la trepidante carrera de obstáculos en la que Vronski toma parte. Creo que para ser una obra escrita en el último tercio del siglo XIX todo resulta de una modernidad asombrosa.
Por último tengo que admitir que el personaje de Vronski, cada día que pasa, gana más puntos. El detalle de "la incipiente calvita" con el que Tolstói parece querer humanizar a nuestro héroe me ha hecho mucha gracia, aunque su obsesión por los caballos y las consecuencias que para el devenir de la novela pueda tener el accidente del hipódromo me tienen más que intrigado.

*

"Lo amo y soy su amante". A estas alturas del libro a duras penas puedo leer más de dos capítulos seguidos sin poder reprimir un comentario. Al igual que ocurriera en la escena del baile de la Primera Parte el inquisitivo estudio de las reacciones de Anna durante la carrera llevado a cabo por el, cada vez más, torturado esposo es realmente impresionante. ¡Qué tensión, mon Dieu!
La entereza y dignidad con la que Karenin parece llevar todo este asunto creo que va más allá de un simple "guardar las apariencias"; sin embargo, el odio y el resentimiento que Anna siente hacia él me resultan un tanto desmedidos. Aunque puede que esos sentimientos no sean más que un reflejo del odio que la protagonista siente hacia ella misma causados por la culpa, el remordimiento y por la desesperación a la que poco a poco se va viendo arrastrada. Y es que la novela, a medida que avanza, se va tornando más oscura, más amarga y, en definitiva, más desoladora, con unos personajes destinados a la más absoluta infelicidad. A ver si Levin vuelve pronto y pone un poco de luz en todo esto.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE


TERCERA PARTE

Como me imaginaba la reaparición de Levin en escena no sólo ha disipado todas las tormentas que la novela presagiaba -tormentas que, tarde o temprano, volverán con toda seguridad- sino que, además, regala al lector uno de los momentos más hermosos de todo lo que he leído hasta ahora: la descripción del campo en verano; el olor del heno recién cortado; la pasión de Levin compartiendo las tareas reservadas a los campesinos. Toda una auténtica "sinfonía pastoral".
No menos interesante me pareció la conversación entre ambos hermanos acerca de la asistencia a los campesinos y la necesidad de la educación en el mundo rural. Aquí me ha llamado la atención la postura de Kostantín, aparentemente más reaccionaria que la de su hermano Sergéi; postura que, con toda probabilidad, entenderíamos mejor si nos situáramos dentro del contexto de la Rusia de finales del XIX y, sobre todo, si pudiéramos discutirla personalmente con el propio Lev Nikoláyevich. Y es que, a estas alturas del relato, ya no tengo la menor duda de que en el interior de Levin y Tolstói late el mismo corazón.

Grigory Myasoyedov (1887): los segadores

Sí, definitivamente: el alma de Tolstói habla por boca de Levin. Y, al igual que ocurría en Guerra y Paz con el personaje de Andrei Bolkonsky, no es menos cierto que ambos personajes protagonizan los momentos más hermosos leídos hasta ahora. Las reflexiones de Levin ante la sencilla felicidad de los campesinos -campesinos que, por cierto, tan sólo unas horas antes intentaban estafarle- junto a los sentimientos que despierta en el personaje la belleza del amanecer estival lo elevan, una vez más, a la categoría de principal protagonista de la obra.
Y para redondear el carácter de ensoñación de toda la escena nada mejor que la fugaz aparición del amor no correspondido: Kitty. Puede que el encuentro se produzca de forma excesivamente casual, pero, el resultado, es tan emocionante...
Ah, por cierto, y como siga parando a cada capítulo puede que acabe el libro en Navidad.

Isaac Levitán (1899): almiares en el crepúsculo

Tengo que reconocer que con Karenin me equivoqué de parte a parte. Su reacción ante la confesión de Anna no puede haber sido ni más fría ni más mezquina. Y como muestra nada mejor que el concienzudo estudio de las posibles soluciones al conflicto: divorcio, separación o... ¡duelo!; y cuál de éstas podría dejarle en mejor situación ante la opinión pública. La rapidez con la que su cabeza vuelve a ocuparse de sus asuntos profesionales dice mucho de los sentimientos que realmente alberga por Anna y justifica plenamente el desprecio que ésta siente por Alexéi. Por otra parte, la prolija descripción del absurdo asunto de la "irrigación de los campos de la provincia de Zaraisk" demuestra una vez más el peculiar sentido del humor de Tolstói y coloca, definitivamente, al personaje de Alexéi Aleksándrovich a mitad de camino entre el patetismo y el ridículo.

*

Muy buenos los últimos capítulos (XIX-XXI) en los que se termina de definir a Vronski; su sentido de la ambición, sus problemas económicos, así como el peculiar, y casi donjuanesco, código de comportamiento, terminan de dibujar al personaje que, sin llegar a alcanzar la categoría de villano, ahora se me asemeja más a un simple petimetre que a un auténtico héroe. Y, mientras tanto, la pobre de Anna atravesando su enésimo ataque de ansiedad.

James Tissot (1875): Captain Frederick Gustavus Burnaby

Regreso al campo y a Levin. Puede que para el lector de principios del siglo XXI todos estos asuntos sobre la situación del campesinado ruso antes de la revolución le pueda dejar un tanto indiferente (a mí, sinceramente, no me resulta tan interesante como otras partes de la novela), aunque, para poder comprender la obra y la persona de Tolstói, creo que todas estas cuestiones -abolición de la servidumbre, educación, cooperativismo y, como no, el incipiente comunismo- resulten de vital importancia. Sin embargo, entre tanta discusión político-filosófica, aparece algún que otro personaje que muy bien podríamos situar hoy en nuestro entorno actual. Es el caso del "bueno de Sviazhski", personaje secundario con el que Tolstói pretende denunciar una actitud, por desgracia, bastante usual, y que, tras casi ciento cincuenta años, continúa vigente:

"el bueno de Sviazhski, con sus pensamientos para exponer en público y sus convicciones secretas, una de esas personas, cuyo número es legión, que guían la opinión pública por medio de razonamientos ajenos..."

Para terminar esta tercera parte uno de los momentos más tristes y sombríos de toda la obra: el encuentro de los dos hermanos; Nikolái y Kostantín. Y es que nada resulta más ruso en literatura, ni más siniestro, que esa rivalidad fraternal mezclada con asuntos de dinero y tisis. La enfermedad de Nikolái así como los presagios de muerte que ésta deja en Levin hacen que cierre el libro con una profunda tristeza.


FIN DE LA TERCERA PARTE

Tolstói arando el campo. Iliá Repin (1887)

CUARTA PARTE

¡Pero qué manía les ha entrado a todos con morirse! Si antes fue Levin, al inicio de esta cuarta parte es Anna la que de forma obsesiva confiesa la visión de su cercano final al cada vez más atónito Vronski. Y es que la situación de Anna no puede ser más desesperada: un divorcio en marcha; la pérdida del hijo; otro ilegítimo en camino... y el amor de Vronski que cada día parece más distante. Боже мой!
La dramática escena entre el, por otra parte, cada vez más tenso matrimonio me ha parecido de una intensidad casi operística digna de ser llevada a la escena por el mismísimo Verdi, aunque en esta ocasión, la furia de Karenin ante la presencia del amante en su propia casa, me ha parecido más que justificada.
Para combatir tanta tensión nada mejor que el dramma-giocoso que tiene lugar en el despacho del abogado, con el siguiente reparto: el marido cornudo en busca del más discreto de los divorcios posibles y el ambicioso picapleitos que celebra los beneficios de tan prestigioso caso... ¡cazando polillas con la mano!

*

Después de tantas sombras: la luz. No deja de sorprenderme la habilidad de Tolstói para resolver, como en este caso, varias situaciones de un solo plumazo. La cena en casa de los Oblonsky es un buen ejemplo de cómo hacer avanzar las dos principales lineas argumentales de la novela en un mismo tiempo y lugar, y siempre con ese vigor al que ya estoy tan acostumbrado. Y para aumentar la tensión nada mejor que los contrastes.
De un lado, la amargura de Karenin intentando convencer de los "vicios" de su mujer a la incrédula de su cuñada (por cierto, en la conversación entre ambos personajes -la insistencia de Dolly para que Karenin perdone la infidelidad de Anna del mismo modo como ella ha perdonado las numerosas infidelidades de su marido- creo que se puede encontrar una de las claves de la obra: el terrible abismo existente entre el estatus del hombre y de la mujer en el siglo XIX).
Y por otra parte, la confirmación del amor entre Kitty y Levin. ¡Qué diferente se nos describe este amor, tan distinto del que protagonizan Anna y Vronski! Mientras éste se nos muestra prohibido, culpable y oscuro, aquel aparece límpio, puro y lleno de luz. ¿Intenta Tolstói moralizar con esta comparación? Sinceramente, espero que no; aunque puede que aún sea demasiado pronto para sacar conclusiones al respecto.
Sea cual sea la respuesta lo cierto es que, una vez más (¿y van...?), Levin vuelve a protagonizar uno de los momentos más bellos del libro: la larga espera para reencontrarse con Kitty. La noche en vela en el hotel, su visión del firmamento; así como sus enfebrecidas sensaciones al amanecer: los niños, el olor a bollos recién hechos; nos devuelven al personaje lleno de vitalidad y optimismo, dejándonos un dulce sabor en una lectura que se había vuelto demasiado amarga y sombría.


En verdad que a nuestros atormentados amantes, Anna y Vronski, les está costando lo suyo iniciar su vida como pareja. Y es lo que yo me pregunto: ¿merece la pena romper con los convencionalismos sociales para luego no dar el paso definitivo hacia la libertad? Parece ser que tan solo la cercana visión de la muerte en ambos amantes les anima a viajar, por fin, al extranjero abandonándolo todo. Entre tanto, el pobre Karenin, da muestras de una generosidad y una templanza dignos de todo encomio y que me hacen renegar de todo lo negativo que haya podido decir del personaje con anterioridad. El que me sigue pareciendo cada día más sin sustancia es el mindundi de Vronski; si su escena del chapucero suicidio es, literariamente hablando, un prodigio de escritura, en lo que atañe al personaje, lo cierto es que nos deja al conde "tocado" más en su carácter y personalidad que en lo puramente físico. Y mientras tanto, Oblonski, el hermano de Anna, que con su optimismo y, por qué no decirlo, cinismo y poca vergüenza parece ser el único con un poco de sentido común en todo este embrollo, y que va ganando puntos a medida que avanza la novela.

FIN DE LA CUARTA PARTE

Manet (1877): el suicida

QUINTA PARTE

¡Pero, Dios Santo, qué poco hemos cambiado! Y es que si trasladamos todo el inicio de la quinta parte hasta nuestros días veremos que todo sigue igual: el certificado de confesión, la espera de la novia, los comentarios sobre los modelitos de los invitados, etc. O será que aquí seguimos apegados a las más rancias costumbres... Lo cierto es que la escena en la que Levin tiene que confesarse para poder casarse resulta bastante cómica. Por una parte el viejo sacerdote, tan "ortodoxo" él; y por otra el pobre e ingenuo Levin, haciendo de tripas corazón y teniéndose que morder la lengua para no enfrascarse en disputas filosóficas con el anciano cura. La boda, como todas, muy bonita, aunque denoto cierto recelo de Tolstói y, por que no decirlo, cierta guasa para con los ritos de la iglesia ortodoxa.

Pascal Dagnan-Bouveret (1878): los novios en el estudio del fotógrafo

Nada mejor para que los atormentados amantes -y también los lectores, la verdad- puedan tener unos días de sosiego y calma que un viaje por la romántica Italia. Aunque para evitar comparaciones con el tan manido recurso, utilizado sobre todo por los escritores ingleses, el propio Tolstói, y por boca de Vronski, nos avisa:

"Y las curiosidades del país, además de que ya las conocía, no podían tener para él, en su condición de ruso y hombre inteligente, la importancia inexplicable que le atribuían los ingleses."

A pesar de este comentario Tolstói nos describe en Italia a una Anna por primera vez pletórica, radiante y entregada por completo, sin ninguna sombra de ansiedad, al amor de Vronski. No se puede decir lo mismo del conde que, ante tanta ociosidad y desengañado de su pasión por la pintura (¿un aspecto más de la mediocridad del personaje?), comienza a mostrar signos evidentes de su hastío por Anna y por la vida en pareja. ¡Qué poco dura lo bueno!
Si todos estos capítulos me parecen magníficos no menos interesante me resulta la aparición del pintor Mijáilov y la sutil crítica que Tolstói hace del mundo de los artistas, de los críticos, de los coleccionistas y, en definitiva, de toda la fauna que ya por entonces pululaba en el difícil mundo de los salones de pintura:

"Vronski y Anna conversaban en susurros, como suele hacerse en las exposiciones de pintura, en parte para no ofender al artista, en parte para no decir una tontería en voz alta, algo que puede suceder con tanta facilidad cuando se habla de arte."

Carolus Duran (1887):Portrait of Anna Obolenskaya

La crueldad con la que Levin se niega a que su mujer le acompañe a visitar a su moribundo hermano, reprochándole su incapacidad para quedarse sola unos días en el campo, queda en evidencia, más si cabe, al comprobar la reacción de Kitty ante el lamentable estado en el que encuentran al desgraciado Nikolái. La disposición y la entrega con las que de forma natural Kitty se lanza a confortar al enfermo (¿recuerdas cuando hablábamos de Verdi y la compasión?) contrasta enormemente con la total confusión que reina dentro de Levin; y todo contado de forma sencilla pero, al mismo tiempo, magistral. Me encanta el contraste que establece Tolstói entre la feliz vida de la nueva pareja en el campo, a pesar de sus pequeñas disputas, y la terrible sordidez que reina en casa de Nikolái; y es que nunca había escuchado al autor describir lugares de esta manera: "escupitajos", "olor a excrementos". También el estado en el que Levin encuentra a su hermano no se puede describir con mayor precisión ni con mayor crudeza:

"A pesar del horrible cambio que se había operado en aquel rostro, le bastó echar un vistazo a esos ojos vivos, que se levantaron hasta él en cuanto entró, y reparar en el ligero movimiento de la boca, bajo el bigote pegado, para comprender la espantosa verdad: ese cuerpo muerto era su hermano vivo".

*

Dos mentiras. Si el estado en que Karenin se encuentra tras el abandono de su esposa, sumido en la más absoluta soledad, puede calificarse de patético, más terrible aún resulta que la única persona capaz de consolarlo sea la tan puritana como loca -quizá más lo segundo- condesa Lidia Ivánovna. Nada que ver con la sencillez y, al mismo tiempo, la profundidad con las que Kitty ha sabido confortar las últimas horas del pobre Nikolái Levin. ¡Qué cosa más curiosa es eso que llamamos religión! Y es que podemos encontrar más verdadero sentimiento religioso -amor y compasión- en la "conversión" que Nikolái finge, en pago por los solícitos cuidados recibidos de Kitty, que en la cruel, por llamarla de alguna manera, mentira que Lidia Ivánovna perpetra al anunciar a Seriozha la falsa muerte de su madre. ¿Se puede ser más canalla?


Con dos grandes escenas, y como si del final de un acto operístico se tratara, cierra Tolstói la quinta parte de su novela. Novela que, por cierto, a cada capítulo leído avanza con mayor fluidez y emoción. Como ejemplo nada mejor que el encuentro entre madre e hijo: lo que, una vez más, podría haberse convertido en otro posible momentazo folletinesco Tolstói lo resuelve con una trepidante escena llena de tensión y de emoción, y que, lo confieso, me ha dejado con los ojos más que vidriosos.
Llegados a este punto de la obra creo que el personaje de Anna, por fin, encuentra toda la profundidad y el patetismo que en un principio se le negaban y que, no me importa reconocerlo, me hacían ver a la protagonista bastante antipática y poco digna de que la novela llevara su nombre en el título. Ahora, tras el encuentro con Seriozha y tras su provocadora asistencia a la ópera, sus dudas, sus celos, su aislamiento, unido a las numerosas contradicciones en las que, llegados a este punto, incurre el personaje, consiguen que éste se nos muestra en toda su verdadera dimensión elevándolo a la categoría de una Medea o de una Norma. Y es que no sé qué me resulta más desgarrador y patético: si el afán de la protagonista por recuperar el amor, ya desaparecido para siempre, de Vronski o el deseo de volver a ser aceptada por la sociedad petersburguesa. Y ya que hablamos de ópera: ¿no resulta demoledora la imagen que ofrece Tolstói tanto del espectáculo como del público asistente?:

En los palcos estaban las mismas señoras de siempre, con los mismos oficiales detrás; en butacas, las mismas mujeres con vestidos multicolores (sólo Dios sabía quiénes eran), los mismos uniformes, las mismas levitas; la misma muchedumbre sucia en el gallinero; entre toda esa gente que copaba los palcos y las primeras filas sólo había cuarenta hombres y mujeres "de verdad".

¿A qué se refiere Tolstói con ese ambiguo "de verdad"? Se aceptan sugerencias...

FIN DE LA QUINTA PARTE

Seymour Joseph Guy (1887): en la ópera

SEXTA PARTE

Tengo que reconocer que, después de los intensos momentos protagonizados por Anna al final de la parte anterior, el regreso a la placidez del campo y a las bucólicas descripciones con las que Tolstói pinta la alegre vida de casados de Kitty y Levin me han dejado bastante contrariado. Esta sensación se hace más patente aún si compruebo como, en lugar de saber qué suerte le depara el autor a la pobre Anna, observo con asombro como el personaje de Levin comienza a comportarse de forma tan mezquina e infantil que a punto está de dar al traste con el título de héroe con el que lo coroné hace algunos capítulos: sus ridículos ataques de celos (de nuevo cuánto sentido común en su cuñado Oblonski), su ansiedad y frustración en lo que debería ser un apacible día de caza... En fin, ya se verá a dónde conduce todo esto. Sin embargo, al poco de iniciar esta sexta parte, la belleza de la escritura de Tolstói me vuelve a reconciliar con el relato y ya no quiero más que campo, perros, becadas, agachadizas y chochas. Pero... ¡necesito saber de Anna ya!

Vasili Perov (1871): el descanso de los cazadores

Si la nobleza de Daria Alexándrovna se dejaba entrever ya desde el primer capítulo de la novela en su digna reacción frente a las constantes infidelidades de su marido, es en este tramo final donde creo que el personaje alcanza toda su plenitud y profundidad. Primero, camino de la lujosa hacienda de "los Vronski", nos muestra con total sinceridad sus resentimientos y frustraciones en uno de los mejores momentos de la obra. Y, un poco más tarde, y siempre a través de su mirada, nos colamos en la nueva vida que Anna y Vroski "disfrutan" en el campo para comprobar cómo no es oro todo lo que reluce, cómo su existencia le es más querida de lo que imaginaba y cómo el personaje de Anna se encuentra en un auténtico callejón sin salida:

"Debes entender que hay dos personas a las que quiero más que a mi misma, Seriozha y Alexéi (...) Sólo quiero a esas dos personas, y una excluye a la otra."

FIN DE LA SEXTA PARTE

PARTE SÉPTIMA

Parece que, antes de que todo esto termine, el bueno de Lev Nokoláievich no quiere dar por finalizada su obra sin antes despacharse a gusto sobre algunas cuestiones relativas al ambiente político y cultural de su entorno. Para ello nada mejor que servirse, una vez más, de su álter ego, Levin. Nuestro amigo, a modo de nuevo Ulises, o mejor dicho, y perdón por la pedantería, anticipándose al personaje de Joyce, inicia una peregrinación que, a lo largo de un día, le hará deambular por algunos de los lugares más frecuentados por la alta sociedad moscovita. Aunque ya al final de la parte sexta pude comprobar las pocas simpatías que el singular proceso electoral provocaba en Levin es ahora, al inicio de esta nueva entrega, donde el autor ironiza con más gracia sobre algunos aspectos de la sociedad rusa que él tan bien conocía.
De entre todos estos momentos, y ya entenderás el por qué, me quedo con el concierto al que Levin asiste y durante el cual se estrena el poema sinfónico "el rey Lear de las estepas" basada, por lo visto, en una obra homónima de Turguéniev. Si la composición (la verdad es que no he podido constatar si llegó a existir en realidad tal poema sinfónico) no resulta muy del agrado de Levin, los pedantes y desmedidos elogios que la obra despierta en algunos de los presentes me han hecho recordar de inmediato la cantidad de tonterías que, aún hoy en día, los aficionados a la música tenemos que seguir escuchando de boca de ya sabemos quienes. De las aparentes críticas a Wagner no diré nada, aunque, la sola mención del autor de Tristán en este fragmento del la novela, dice mucho del interés de Tolstói por la música de su época. Todo esto unido a las discusiones sobre la educación, al eterno conflicto acerca de que si cada generación es más protectora con los hijos que la generación anterior, me confirman mis sospechas de que, en esencia, todo sigue igual.

*

La folle journée de Levin prosigue, tras su brillante visita al casino, con uno de los momentos más sugerentes de toda la novela: su encuentro con Anna Karenina. O, lo que es lo mismo, las dos columnas sobre las que se basa la novela frente a frente. La fascinación que, al instante, ejerce nuestra protagonista sobre Kostantín, así como la manera en la que Levin sucumbe a sus encantos, da lugar a una escena que se me antoja llena de cierto simbolismo. En primer lugar llama la atención la forma en la que Tolstói describe a Anna. Nunca en toda la obra el autor nos había dibujado al personaje tan lleno de encanto, belleza y atracción. Resulta, por lo tanto, de lo más significativo que el personaje sobre el que se cimienta gran parte del peso moral de la obra se rinda de forma tan incondicional: ¿el amor puro y sagrado rendido a los pies del amor culpable y prohibido? ¿O es quizá la forma de la que se vale Tolstói, a través de su Levin, para absolver definitivamente a Anna antes de abandonarla a su suerte?
Todos estos pecadillos los pagará Levin antes de que acabe el día sufriendo como un condenado a muerte en la prodigiosa, por definirla de algún modo, escena del parto. ¡Ay, Dios! Que esto se acaba y no quiero.

Julius LeBlanc Stewart (1880): joven con vestido blanco

Que la suerte de Anna, es decir, su divorcio, dependa del capricho de un vidente termina por desacreditar del todo al manipulado Karenin (menuda bruja la Lidia Ivánovna). ¿Dónde han ido a parar las elevadas convicciones de las que, hace a penas unos capítulos, hacía gala el íntegro funcionario? Supongo que el bueno de Tolstói no quiere que el castigo que sufre Anna tenga su origen en la transgresión de elevados y sagrados principios y que, por el contrario, sea la superstición y la charlatanería más vulgar la que se interpongan entre ella y su felicidad. Sin embargo, todo este vodevil, en medio del drama que protagoniza Anna, resulta bastante cómico. Responsable de ello es, una vez más, el personaje de Oblonski que, acorralado entre la fidelidad a su hermana y sus propios intereses, asiste a toda esta comedia entre comentarios bastante jocosos pero desagradablemente sorprendido ante el bochornoso espectáculo en el que se ve envuelto.


"Y la vela a cuya luz había leído ese libro lleno de angustias, decepciones, dolores y desdichas, resplandeció con más fuerza que nunca, iluminó lo que antes había estado sumido en tinieblas, chisporroteó, empezó a parpadear y se extinguió para siempre."

Que todos conozcamos el terrible fin que le espera a Anna en la estación, sin duda uno de los casos más flagrantes de spoiler en toda la historia de la literatura, no impide que uno se siga estremeciendo hasta lo más hondo. Más aún si, en lugar de las limitadas versiones cinematográficas, vivimos el dramático desenlace bebiendo de las propias palabras escritas magistralmente -y aquí sí que no tengo calificativos- por Tolstói.
Y es que, difícilmente, puede llevarse a la pantalla, en tan pocos minutos de metraje, el angustioso proceso autodestructivo que lleva a nuestra desgraciada protagonista de las continuas e injustificadas disputas con el paciente Vronski a la más absoluta desesperación y al suicidio final. Apenas treinta páginas, pero de una intensidad casi imposible de superar: el encuentro con Kitty; la enfermiza ansiedad esperando a Vronski o la cruel idea de vengarse de él a través del suicidio (por cierto, ¿es ahora cuando cobran sentido las palabras con las que Tolstói inicia su relato: "a mí la venganza, yo haré justicia"?). Pero, sin duda alguna, nada comparable al pasaje final durante el cual Anna, mientras se dirige a la estación como si de una condenada camino del cadalso se tratara, contempla de la forma más negativa y pesimista posible todo lo que encuentra a su paso: hombres, mujeres, niños, amantes, comercios. Pasaje escrito con una crudeza y una maestría tales que me hacen sospechar que pocas veces pueda volver a leer algo comparable en fuerza y emoción.

FIN DE LA SÉPTIMA PARTE

Claude Monet (1875): tren en la nieve

OCTAVA PARTE

¡Pobre Vronski! La verdad es que nunca pensé que podría decir esto, pero el estado en el que queda tras la muerte de Anna me hace sentir una profunda compasión por él. Más aún si tenemos en cuenta lo poco censurable que resulta su comportamiento durante la relación con Karenina y la paciencia, por no hablar de la impotencia, que demuestra durante todo el terrible proceso que conduce, de forma irremediable, al dramático final de nuestra heroína. Siempre estuve convencido, quizá presionado por las propias paranoias de Anna, de que Vronski terminaría por abandonar a su amante bien por cansancio o bien por la aparición de una nueva pasión. Y en esto, algo que nunca llega a suceder, creo que reside uno de los grandes aciertos de la novela: no buscar motivos convencionales para explicar la destrucción de la menos convencional de las mujeres.
Pero entonces: ¿qué es lo que provoca en Anna esa terrible ofuscación?¿son suficientes motivos los que aparecen en la novela para llevarla hasta el suicidio? ¿o bien, por el contrario, nos enfrentamos sencillamente ante un caso de desequilibrio mental? Sea cual sea la respuesta lo cierto es que aún sigo conmovido por su trágico final y, conforme pasa el tiempo, su encanto y fascinación siguen aumentando en mi recuerdo.

*

Tengo que reconocer que tras la desaparición de Anna todo este asunto de la guerra contra los turcos y las reflexiones filosóficas de Levin sobre el sentido de la existencia me dejan un tanto indiferente. Bueno, para ser sinceros, en el caso de Levin no tan indiferente. Lo cierto es que todo este epílogo acerca de cómo tan sólo en la religión -y en especial, por no decir exclusivamente, en la cristiana- se pueden encontrar las respuesta a las eternas preguntas formuladas por el ser humano me resulta un tanto chirriante. ¿Pretende Tolstói insinuar que Anna sólo pudo encontrar en la muerte lo que no supo, o no quiso, encontrar en la vida?¿Que en el abandono a esa pasión tan mundana, en vez de buscar el verdadero Amor que ahora le era revelado a Levin, tan sólo podía encontrar la más absoluta insatisfacción y la propia destrucción? Quizá mis impresiones sean un tanto superficiales, pero me temo muy mucho que este nihilismo que, conforme pasan los años, más se apodera de mí no pueda participar del alborozo y de la paz espiritual a los que este final invita.
Y es que, por mucho que quiera disimularlo, yo pertenezco al club de Anna, y, aunque Tolstói quiera mirar para otro lado, creo que el bueno de Lev Nikoláievich, por lo menos en algún momento de su vida, seguro que también lo sintió así. De otra manera sería imposible imaginar la creación de un personaje tan fascinante como el de Anna Arkádevna; un personaje tan complejo y contradictorio; un personaje, en definitiva, tan apasionado y tan digno de admiración y, al mismo tiempo, de una compasión tan grande como creo que pocas veces es posible encontrar en las páginas de un libro. Por todo ello, y con la emoción aún viva por estos maravillosos días de lectura, sólo puedo añadir una cosa: bolshoie spasiva, Lev Nikolaievich!

FIN



miércoles, 7 de julio de 2010

(115) Nicolás de Largillière: retrato de la Infanta Mariana Victoria de Borbón

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Podemos suponer que cuando Isabel de Farnesio vio partir hacia la corte francesa a su pequeña hija Mariana Victoria la tristeza por la separación -la infanta contaba con apenas tres años de edad- se vería grandemente compensada por la ilusión de ver a su hija coronada en pocos años como reina de Francia. Y es que cuesta trabajo entender, a los ojos de la sociedad de nuestros días, la facilidad con la que las familias reales europeas intercambiaban de esta forma tan cruel a sus diferentes vástagos; y a unas edades tan tempranas.

Mariana Victoria en 1721, por Alexis Simon Belle

El 2 de marzo de 1721 la infanta era recibida con grandes festejos por todos los parisinos. No así por su prometido, el futuro Luis XV, que si tenemos en cuenta que por entonces era un tímido niño de tan solo once años de edad, fácilmente podremos intuir lo tremendamente fastidioso que le resultaría todo este asunto.

Luis XV de niño, por Pierre Gobert

El encanto de la pequeña Mariana pronto conquistó a toda la corte hasta que la mayoría de edad del pequeño Luis -en 1726 cumpliría catorce años- sacó a la luz el asunto que obsesionaba desde hacía varios años al gobierno de la nación: la sucesión de la corona.
Aunque ahora pueda parecernos algo precipitado, con catorce años se consideraba edad suficiente para que un príncipe pudiera desposarse y garantizar, con la correspondiente descendencia, la permanencia de la dinastía.

La obsesión de los franceses por este asunto resulta más que comprensible si reparamos en el hecho de que el trono de Luis XIV, el famoso rey Sol, solo encontrará heredero estable en la figura de su bisnieto, al haber perecido de forma prematura todos herederos legítimos de las anteriores generaciones.


De inmediato todos las miradas -y en especial la del nuevo Primer Ministro, Luis Enrique de Borbón- se volvieron hacia la pobre Mariana que, aunque ya llevaba un lustro en Francia, sus escasos siete años la hacían poco propicia para el matrimonio y, lo que aún resultaba más grave, para la procreación.
Poco les costó convencer a la ingenua infanta-reina, como era conocida por todos, de la necesidad de partir urgentemente hacia España y así poder abrazar a su añorada madre que ardía en deseos de volver a ver a su hija. De esta forma tan diplomática la pequeña Mariana era despachada de Francia el primero de marzo de 1725, a los cuatro años exactamente de su llegada.
La cara de la reina Isabel cuando supo que su querida hija, aquella que cinco años atrás había sido enviada a un país extranjero sin ningún tipo de remordimiento, le era devuelta a casa con semejante excusa, compuesta y sin novio, es algo que la Historia nunca nos podrá desvelar.

NICOLÁS DE LARGILLIÈRE (1656-1746)

Autorretrato (1707)

De la estancia de la infanta Mariana Victoria en la corte francesa ha llegado hasta nosotros el retrato que en 1724 pintara uno de los artistas más grandes de todo el barroco francés: Nicolás de Largillière. Pintor de fama no tan reconocida como la de sus contemporáneos Rigaud, Nattier, Boucher o Watteau, en el campo del retrato las obras del pintor parisino destacan por su vitalidad y sensibilidad encontrándose algunas de sus obras entre lo más logrado del género.
Alejado de los círculos de la casa real el retrato de la infanta es uno de los pocos ejemplos que sobre retratos reales se conservan del autor. Y es que, en realidad, la obra fue un encargo del Consejo Municipal de París, para el que habitualmente trabajaba el pintor, que deseaba hacerse con un retrato de la que debía haber sido futura reina de Francia.

Mariana Victoria de Borbón (1724)

De esta forma podríamos aventurar, sin miedo a equivocarnos, que el virtuosismo desplegado en este majestuoso lienzo (184 x 125 cm), bien podría considerarse como un intento del pintor por hacerse un hueco dentro de los numerosos encargos reales.
Desde el brillo de la seda plateada del vestido hasta el elaborado detalle en mangas y pedrería todo colabora al espectacular resultado obtenido por el artista.



Sin embargo, todo este primoroso trabajo, común a muchas obras de la época, no debería desviarnos de las auténticas virtudes de la pintura. Para ello sería necesario recordar los primeros años de trabajo de nuestro artista en la capital inglesa. En Londres Langillière tuvo oportunidad de familiarizarse con la obra de uno de los artistas que más huella dejaría en su obra: Anton van Dyck. La elegancia en la composición y el exquisito gusto en el empleo del color son características propias del estilo del pintor flamenco que también podemos admirar, y de qué forma, en el retrato de la pequeña infanta.


Otro de los méritos de la obra reside en el acertado contraste conseguido entre la lujosa y colorida vestimenta de la infanta y el imponente y sobrio entorno sobre el que posa la modelo. Y es que si volvemos a contemplar el cuadro podremos comprobar como más de un tercio del lienzo lo ocupa el frío y desnudo mármol de la habitación.


Igualmente magistrales resultan el tratamiento de la luz que baña toda la escena sobre la que destaca la delicada piel de la pequeña infanta; figura de infinito encanto, a pesar de lo solemne del momento, tierna y majestuosa a un mismo tiempo y de una mirada limpia y radiante. La mirada inocente de quien, a buen seguro, poco comprende de su presente y nada sospecha del futuro que le aguarda.


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